Me parece que entre mis colegas hay otro error muy
difundido: el de que la técnica para buscar las ocasiones de la enfermedad y
para eliminar sus manifestaciones mediante esa exploración sería fácil y obvia.
Lo infiero del hecho de que todavía ninguno de los muchos colegas que se
interesan por mi terapia y formulan juicios rotundos acerca de ella me ha
preguntado alguna vez por el modo en que en verdad procedo. Y aun de tiempo en
tiempo me entero con asombro de que en esta o aquella división de un hospital,
un joven médico recibió de su jefe el encargo de aplicar un «psicoanálisis» a
una histérica, Estoy convencido de que no se dejaría en sus manos el examen de
un tumor extirpado sin haberse asegurado previamente de que está familiarizado
con la técnica histológica. También me llegan noticias de que este o estotro
colega organiza sesiones con un paciente a fin de hacerle una cura psíquica,
cuando yo estoy seguro de que no conoce la técnica de una cura de esa clase.
Espera, sin duda, que el enfermo le franquee sus secretos, o busca la curación
en algún tipo de confesión o de confidencia. No me asombraría que un enfermo
así tratado extrajera más perjuicios que beneficios. En efecto, el instrumento anímico
no es fácil de tocar. A raíz de esto no puedo menos que acordarme de lo que
dijo un neurótico mundialmente famoso, que por cierto jamás estuvo bajo
tratamiento médico, pues vivió sólo en la fantasía de un dramaturgo. Aludo al
príncipe Hamlet, de Dinamarca. El rey envía a dos cortesanos, Rosenkrantz y
Guildenstern, para que lo espíen, le arranquen el secreto de su desazón. Él se
defiende; aparecen unas flautas en el escenario. Hamlet toma una y pide a uno
de sus martirizadores que toque en ella; es, dice, tan fácil como mentir. El
cortesano se rehúsa, pues no sabe tocar nada; y como no puede moverlo a que
haga el intento, Hamlet le espeta al fin: « ¡Pues ved ahora qué indigna
criatura hacéis de mí! Querrías tañerme; (...) pretendéis arrancarme hasta el
corazón de mi secreto, extraer desde la nota más grave hasta la más aguda de mi
diapasón; y habiendo tanta música y tanta excelente voz en este pequeño
instrumento, no lográis hacerle hablar. ¡Mil diablos! ¿Pensáis que soy más
fácil de pulsar que una flauta? ¡Tomadme por el instrumento que os plazca, y
por más que me sacudáis no sacaréis de mí sonido alguno!» (acto III, escena 2).
S. Freud. Sobre psicoterapia. 1904
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